He escrito varias veces de castillos de naipes, así que acá voy de nuevo.
Estaba yo, en la casa de mi abuelo, y saque a hurtadillas los naipes, agarre con mis brasos de niño de 9 años la pesada y maciza silla aterciopelada, la arrime a la mesa coja por la infinita irregularidad del suelo, veedor y testigo de mas de 100 años de historia de campesinos esforzados y ahora, cómplice de un niño ingenieril.
las cartas estaban gastadas en sus bordes y se deshacían en infinitas pelusas infinitesimales, resultaban suaves a mis manos ásperas y rudas (siempre han sido de piedra, rudas, para sacar con violencia el exceso de madera a la obra y también tímidas debido al hostil roce que ejerce en la piel ajena), de par en par se fueron irguiendo las innumerables rucas que levante por base de mi feudo de papel, de arcanos y de apuesta. Era ambicioso, 8 pisos, no menos. contra todo pronostico cumplía mis objetivos.
En eso pensaba cuando estaba en frente a la diafanidad de la pantalla del computador y recordaba una circunstancia que me roía las costillas desde adentro, pues ahora levantaba mi castillo de base amplia, muchos pisos se deben de elevar de la mesa inestable, pero mas aya de toda esta baba metafórica, el desenlace no tiene que ser diferente a mis hazañas ingenieriles de la niñez.
Después de lograr levantar los 8 pisos de naipes, dejaba en equilibrio la obra durante unos segundos y luego con desdén, mi mano se extendía al centro estructural de mis problemas